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Adolescencia (Netflix): Cuando una serie nos sacude por dentro

  • 30 mar
  • 7 Min. de lectura

¿Te ha pasado que ves una serie, y más allá de entretenerte, algo se remueve dentro de ti?


No hablo de drama o suspenso. Hablo de esas veces en que lo que estás viendo te hace sentir algo en el cuerpo. Un apretón en el pecho, una incomodidad en el estómago, o una mezcla de emociones que no siempre es fácil poner en palabras.

Eso me pasó con la serie “Adolescencia” de Netflix.


Y te confieso algo: al principio no sabía si verla. Varias madres y consultantes me preguntaban si ya la había visto o qué opinaba. Y conociéndome, dudé.

Sé que hay temas que, cuando tocan fibras profundas, pueden dejarme pensamientos muy fuertes rondando la mente.

Pero también sé que cuando algo nos mueve tanto, no es casualidad.


Así que decidí verla con una pregunta en el corazón:

¿Qué es lo que esta historia quiere mostrarme más allá del miedo o la controversia?

No vengo a hablar de si está bien o mal la serie, ni a dar una conclusión cerrada sobre lo que cuenta.


Lo que sí me interesa compartir contigo es todo lo que despertó en mí como madre, como mujer, y como parte de una comunidad que a veces se queda callada, y otras se paraliza ante el miedo.


Porque más allá de la historia, lo que realmente importa es:

👉 ¿Qué hacemos con lo que sentimos?

👉 ¿Cómo lo llevamos a nuestra vida real?

👉 ¿Y qué podemos hacer con eso que SÍ está en nuestras manos?



Netflix Adolescencia


El miedo como punto de partida, no como destino


Hay una línea muy delgada entre estar informadas y vivir atrapadas en el miedo.


Entre prevenir con conciencia, y quedarnos paralizadas imaginando lo peor.


He estado en todos esos lugares personalmente.


Una serie como esta puede activar muchas emociones: ansiedad, enojo, culpa, angustia, entre otras. Y aunque es normal sentirlas, lo importante es no quedarnos ahí.


El miedo tiene una función: avisarnos que algo necesita atención.

Pero no vino a gobernarnos.


El problema es que muchas veces nos perdemos en ese miedo. Y lo entiendo, porque vivimos en un mundo que lo alimenta constantemente: – Noticias, redes sociales, videos, películas, series… Todo parece enfocado en mostrar lo que podría pasar. Lo catastrófico. Lo que no podemos controlar. Y ahí, sin darnos cuenta, vamos dejando de ver lo que sí está, lo que sí podemos hacer, lo que sí podemos sentir y transformar.


Esto no se trata de ignorar la realidad ni de romantizar lo difícil. Se trata de no olvidar quién eres dentro de todo eso. Y eso empieza con llevar lo que sentimos al cuerpo. Sentirlo de verdad. No para quedarnos ahí atrapadas, sino para poder volver a nosotras mismas y recordar que no estamos solas, ni indefensas, ni desconectadas. Qué somos parte de algo mucho más grande, que los recursos están disponbiles para nosotras y que siempre podemos recalcular en la forma en que hacemos las cosas desde nuestra humanidad imperfecta pero siempre sostenidas por La Fuente, Dios, El Universo, cómo tu eliges llamarle.


Cuando habitamos el cuerpo, cuando respiramos profundo, cuando nos permitimos estar presentes… algo cambia.


REGRESAR A LA UNIÓN, LO CAMBIA TODO.

Ahí empieza el verdadero poder. No el de controlarlo todo, sino el de elegir cómo estar presentes incluso en medio de lo incierto.


Lo que SÍ está en nuestras manos


A veces, sin darnos cuenta, ponemos toda nuestra atención en lo que no podemos controlar: el entorno, las decisiones de otros, los peligros que rondan ahí afuera.

Y sí, hay muchas cosas que no están en nuestras manos.

Pero también hay otras que sí lo están.


Están en nuestras manos nuestras palabras, nuestras reacciones, nuestra forma de responder ante lo inesperado.

Están en nuestras manos las conversaciones que tenemos con nuestros hijos, y también las que evitamos.


Está en nuestras manos la forma en la que hablamos de los demás cuando algo nos molesta, cómo reaccionamos cuando alguien se mete en la fila, se atraviesa en el coche, o cuando un plan cambia sin previo aviso.


Y todo eso, nuestros hijos lo están mirando. No desde la exigencia, sino desde la naturalidad con la que absorben el mundo que les mostramos.


A veces pensamos que protegerlos es encerrarlos en una cajita donde nada les pase.


Pero la verdadera protección no está en el encierro, sino en la presencia.


En enseñarles que podemos sentir lo que sentimos, nombrarlo, atravesarlo… y elegir una forma más humana de responder.


No todo está fuera de nuestro alcance.


Y qué pasaría si hoy nos centramos justamente en eso que sí está:

— en cómo los acompañamos,

— en cómo reparamos,

— en cómo sostenemos con amor los momentos difíciles.


Porque aunque suene más cómodo centrarnos en todo lo que no podemos modificar y encontrar culpables,


lo que verdaderamente transforma es lo que SÍ elegimos hacer con lo que sentimos, con lo que vemos, con lo que somos.

La rebeldía y el silencio en los niños


Una parte que casi no he escuchado mencionar sobre esta serie es cómo refleja la rebeldía de los adolescentes.


Una rebeldía que ya no es simplemente una etapa de exploración o diferencia de opinión, sino que muchas veces se vuelve agresiva, desconectada, incluso dolorosa para quienes están alrededor.


Y no es solo algo que ocurre en las pantallas. Lo vemos en los parques, en la escuela, en las conversaciones entre niños y adultos.


El otro día, por ejemplo, fuimos al parque y, como suele pasar, bastó una pelota de fútbol para reunir a niños de todas las edades. Y aunque al principio fue emocionante ver cómo se organizaban con naturalidad, con el paso del tiempo el juego empezó a ponerse más agresivo.

Mi hijo, sin decir mucho, me hizo notar su incomodidad.


No era una cuestión de reglas, sino de exceso. De fuerza innecesaria. De una pasión que se olvidó de que había niños más pequeños al lado.


Y me quedé pensando: ¿qué tanto nos estamos quedando calladas?


Porque sí, muchas veces como madres guardamos silencio.


Por miedo a que si decimos algo, la maestra, la guía, el coach o incluso la directora pueda actuar en contra de nuestros hijos.


Y entonces preferimos no hablar, no incomodar, no señalar, aunque algo en nuestro cuerpo nos diga que eso no estuvo bien.


Y los niños... lo están viendo.

Ven cómo nos callamos.

Y a veces ellos también lo hacen.


Se callan cuando algo los incomoda, cuando los excluyen, cuando sienten que no pueden poner un límite.

O, por el contrario, explotan. Gritan. Golpean. Se desconectan.

Porque nadie les enseñó a decir lo que sienten de forma segura, sin miedo, sin humillación.


Tal vez, a veces, basta con una frase entre ellos:

"Hay que llevárnosla más tranquila con los chiquitos."


Y tal vez entre adultos, bastaría también con más presencia, más escucha, y menos miedo a nombrar lo que duele.


Hace falta una aldea para criar a un niño


Hay una frase que seguramente has escuchado más de una vez:

"Hace falta una aldea para criar a un niño."


Y aunque puede sonar linda o incluso utópica, cuando la miramos de cerca, también nos confronta.


Porque, ¿dónde está esa aldea hoy?

¿Quién forma parte de ella?

¿Y qué tanto esa aldea realmente sostiene, acompaña y nutre… o simplemente observa desde lejos?


En estos tiempos tan rápidos y exigentes, muchas veces nos sentimos criando solas.

Y no solo físicamente, sino emocionalmente también.


Hay una presión silenciosa de hacerlo todo bien, de no incomodar, de no señalar. Porque si lo hacemos, corremos el riesgo de que alguien etiquete a nuestro hijo, lo excluya, o le haga pagar las consecuencias.


Por eso muchas veces elegimos callar.

Callamos frente a un comentario de una maestra.

Callamos cuando un coach ridiculiza a un niño frente al equipo.

Callamos cuando vemos una dinámica injusta…


Y ese silencio, que a veces creemos protección, también puede convertirse en una herida silenciosa.


Pero si realmente queremos una aldea, necesitamos también volvernos parte activa de ella.


Y eso incluye atrevernos a hablar con respeto pero con firmeza.


Incomodarnos un poquito si es necesario, no desde el juicio, sino desde la intención de construir algo más sano para todos.

En la serie he leído que algunas personas comentan que se enfocaron más en “el victimario” que en “la víctima”. Y claro, por razones de lenguaje y narrativa puede parecerlo.


Pero desde una mirada más profunda, ambas partes son víctimas y también responsables…


Responsables de su dolor no sanado, de sus elecciones, de su falta de apoyo o contención.


Y eso se extiende: a los padres, a los maestros, a los sistemas, a los creadores de contenido.


Todos formamos parte de ese tejido.


Pero hay algo importante: nosotras solo tenemos control sobre una parte de todo eso: sobre nosotras mismas.


Y eso NO es poco.


Porque cuando una madre se permite sentir, observar, y elegir distinto… la aldea empieza a transformarse.

Una sola acción puede transformar mucho


Cuando vemos una serie así, es fácil caer en la necesidad de encontrar culpables, de buscar respuestas, de entender qué salió mal y quién falló.


Y aunque claro que hay responsabilidades, a veces nos perdemos buscando el veredicto final… y olvidamos mirar hacia adentro.


Porque más allá de llegar a una conclusión sobre lo que pasó en la historia, lo verdaderamente valioso es lo que se mueve dentro de ti cuando la ves.


Y eso, tu cuerpo lo sabe.

Tu respiración lo cambia.

Tu energía lo siente.


Esas señales no llegan para incomodarte sin sentido, sino para mostrarte que tal vez hay algo en ti que está listo para ser visto.


Y ese “algo” puede ser tan sutil como una sensación incómoda o tan claro como una frase que no se te sale de la cabeza.


No necesitamos tener un plan perfecto ni cambiarlo todo de un día para otro.


Pero sí podemos elegir una sola acción.


Una conversación más presente con nuestros hijos.

Una pausa antes de reaccionar.

Un momento de escucha interna.

Un paso más en la sanación con nuestros propios padres.

Una observación honesta de cómo respondemos al caos, al cambio, a lo inesperado.

Una decisión de no callar algo que el alma necesita decir.


Las posibilidades son infinitas… y profundamente personales.


Lo que para ti es un pequeño paso, para otra puede ser un salto gigante.


Y eso también aplica para nuestros hijos: cada uno es único, incluso dentro de la misma familia.


Así que si esta serie tocó alguna fibra en ti, te invito a no dejarlo pasar.


No para entrar en la angustia, sino para dejarte guiar por esa emoción hacia algo real.

Algo tuyo. Algo que se transforme.


Y si resuena contigo, al final de este blog encontrarás también el anterior, donde hablo de la compasión hacia nosotras mismas y hacia la madre que camina a nuestro lado. Porque todo esto se entrelaza: lo que sentimos, lo que callamos, lo que elegimos mirar… y lo que finalmente decidimos sanar.


"Dejemos de buscar respuestas perfectas afuera, y empecemos a escuchar las señales que ya viven dentro de nosotras."

 
 
 

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